Se detuvo. No muy lejos, al otro lado de la carretera, había una marmota. Una marmota gorda de cojones. Y lustrosa y atrevida, además. En lugar de escabullirse entre la hierba alta, seguía avanzando. La copa de un abedul caído ocupaba la mitad del arcén, y Barbie apostó a que la marmota correría a esconderse allí, y aguardaría a que el malvado Dos Piernas pasara de largo. Si no, se cruzarían cual dos trotamundos: el de cuatro patas rumbo al norte, y el de dos, rumbo al sur. Barbie deseó que fuera eso lo que pasase. Sería chulo.
Esos pensamientos pasaron por su mente en cuestión de segundos; la sombra de la avioneta seguía estando entre la marmota y él, una cruz negra que recorría la carretera. Entonces sucedieron dos cosas de forma casi simultánea.
La primera fue la marmota. Estaba entera y de pronto quedó partida en dos. Las dos partes se sacudían y sangraban. Barbie se detuvo, boquiabierto, la mandíbula inferior colgaba inerte de su articulación. Era como si hubiera caído la hoja de una guillotina invisible. Y entonces fue cuando, justo encima de la marmota cercenada, la avioneta explotó.